Ilustración primera del libro de las Constituciones de la Abadía (Gnomon:
Seu gubernandi norma Abbati et canonicis Sacri Montis Illipulitani praescripta)
El Arzobispo Castro (D) y el licenciado Almerique Antolínez, recogen los huesos y cenizas de los mártires del Sacro Monte. La figura de la letra A representa a Ambrosio de Vico, maestro a la sazón de las obras de excavación. (Grabado S. XVII. Heylan. Abadía)
Inscripción sepulcral de San Cecilio. (Grabado S. XVII. Heylan. Abadía)
Todos los historiadores reconocen en Pedro de Castro una personalidad de grandes quilates. Junto a su sabiduría jurídica y a su prestigio de gobernante, los contempo-ráneos alabaron la tenacidad de su carácter, su entrega al servicio del pueblo en las visitas pastorales, el afán por implantar las buenas costumbres y fustigar los vicios, su vida de estilo ascético en la mayor pobreza voluntaria, su lucha por defender los derechos del clero, su religiosidad sentida y practicada. En su piedad ocupaban lugar preeminente la devoción a la Eucaristía y al misterio de la concepción inmaculada de María, prerrogativa que defendió con el mayor tesón, sobre todo en Sevilla.
Su actuación en relación con los misteriosos hallazgos en el monte granadino estuvo guiada por la mayor cautela, en difícil combinación con la más fervorosa pasión por lo acontecido en su iglesia. Encomendó el estudio de los documentos a peritos y entendidos y frenó la tendencia natural del pueblo a recurrir de inmediato a causas maravillosas. Por otra parte, se sintió inclinado a la fácil aceptación del episodio como un hecho providencial, dada su condición de hombre de su tiempo y eclesiástico que sentía el halago de que Granada fuera escenario de un acontecimiento asombroso. En el fondo de todo le satisfacía la exaltación de la antigüedad cristiana de su iglesia, las nuevas noticias sobre Cecilio como primer evangelizador y la posibilidad de que los documentos encontrados constituyeran una especie de nuevo relato evangelio, reservado por la Providencia para que viera la luz en su pontificado.
Su personalidad, sin duda nada vulgar, ha sido sometida a dura crítica, tildándolo de iluso, visionario, desequilibrado y ambicioso, creador de una pretendida corona martirial de Granada. De otra parte se le exalta hasta alturas eximias. Quizá un juicio intermedio, en el que se mezclen las debilidades y virtudes, en el que se reconozca su indudable sinceridad adornada con buena dosis de ingenuidad, propia de la época, sea más cercano a la realidad personal de este hombre y eclesiástico, hijo de su tiempo, de su formación y de las circunstancias sociales en las que vivió. Es una norma de la investigación histórica valorar los hechos y sus protagonistas en su contexto propio. Desde la distancia de siglos es muy fácil apuntarse a la descalificación.
Hombre audaz y emprendedor, determinó perpetuar en el monte ilipulitano el mensaje que contenían los hallazgos de 1595. Para ello, tras la capilla inicial para el cuidado de las reliquias, pensó en un gran edificio sobre la falda del monte sacro, extramuros de la ciudad, que diera albergue a un cabildo de canónigos seculares para el culto a los primeros evangelizadores mártires. Efectivamente, en 1609 se aprobaron las Constituciones que, al mismo tiempo que prescribían el culto, con especial dedicación a la Eucaristía, memorial del primer mártir, también ordenaban la enseñanza de la juventud y las misiones por los pueblos de Granada y, más adelante, de Sevilla.
Esta triple misión, entrelazada indisolublemente, asignada a la naciente institución, fue ratificada con la aprobación definitiva de las constituciones por Urbano VIII en 1623. Este servicio cultual, docente y misionero ha hecho resplandecer a hombres eminentes durante los cuatro siglos de su existencia.
Juan Sánchez Ocaña
Granada, 2007