Juan Sánchez Ocaña, Canónigo del Sacro-Monte
[IDEAL/Granada, 02/11/1991 - pág. 15]
Con los primeros días de noviembre, las gentes, de forma colectiva, traen a su memoria el recuerdo de la muerte a través de sus muertos. (La palabra «muerte» tiene rostro maldito, su voz sabe como el agua salobre y tiende uno a escupirla. Vamos, no obstante, a resistir). Una corriente de ternura invade pueblos y ciudades. Se sube en masa al campo santo, con los hijos pequeños de la mano. Se limpia la tierra de abrojos, brilla el mármol, y brazadas de crisantemos caen sobre las tumbas. Y, antes de volver al bullicio de la ciudad, la mirada se queda fija, la mente concentrada en él, en ella, en ellos, y el corazón hace su mejor tarea: reza. Es la única forma de decir, en estas circunstancias: «te quiero», «os quiero».
No siempre llegamos suavemente a este reino y por iniciativa propia. De vez en cuando, de un brutal empellón, nos tropezamos con la partida de uno de casa, de un amigo de toda la vida, de un compañero del trabajo. «No me digas…», es la reacción frente a la noticia del accidente, del infarto, de lo imprevisto. «No es posible, si…».
Tenemos una extraordinaria capacidad para el reajuste mental y emocional. Al cabo de un corto tiempo, lo que nos trastornó, se hace familiar. Y es que estamos convencidos de nuestra fragilidad, de que «todo lo que nace, muere», de nuestra condición histórica, que vive un presente amasado de pasado y disparado hacia el futuro. La experiencia más universal, («también se muere el mar», dijo el poeta), más segura y, por otra parte, más olvidada es el morir. Sabemos que está ahí, ineludible, y le cerramos la puerta y pasamos a su lado mirando en dirección contraria o, si nos llama, le advertimos que se ha equivocado de nombre.
A lo que no accedemos es a pactar con la muerte y a entregarnos sin pelea. Y por mil caminos intentamos burlar su guadaña y a encontrar el atajo que lleve a la región de la supervivencia. Nos obsesiona la seguridad personal, la permanencia de las cosas, los apoyos en roca dura. Y vamos saltando sobre la comba de los días, buscando hacer de pie, en tierra firme, erguidos, como el atleta que hace el salto mortal sobre el potro.
Y en esta carrera vamos aprendiendo sabiduría: las seguridades inmanentes no son de fiar, fallan. Los diosecillos de tres al cuarto no satisfacen. El solo tener no quita la zozobra. Aunque se esté acorazado por todos los bienes de este mundo, la tierra se hunde a veces bajo los pies y las olas se vienen encima.
Algunos dicen que no hay remedio, que morir es nuestro destino último: una casa común de silencio y nada. Y que sólo queda el consuelo de sabernos vivos en la memoria de los que nos quieren. Otros aseveran rotundamente: no hay bálsamo para tamaña herida. No hay más salida que aceptar nuestra finitud temporal y descansar en ella. Sin aspavientos, sin consuelos fingidos, abriendo los brazos a lo inevitable, besando su frialdad.
¿Quién no se resiste a tanta tenebrosidad? Cuando no se admite la esperanza de sobrevivir tras la siniestra zancadilla, la muerte se agiganta y se retrotrae hasta más allá de sus dominios. Se le entrega el alma de antemano, sin oponer resistencia. El tiempo -ese fluir inconcreto- se considera destino y patria, y no tarea y camino. Surge la cultura de la desesperanza, del horizonte romo y asfixiante, del ser para la muerte.
Cuando se acoge la esperanza, cambia la clave interpretadora de la existencia. La tendencia innata a la autotrascendencia encuentra su sitio. Los ojos se abren a la verdad de las cosas y de los acontecimientos, la fugacidad de este mundo se centrifuga, se hace vereda para el país de la abundancia, preludio de la eterna armonía, antesala para el encuentro de las bodas.
Y enseguida surge la pregunta: ¿Quién me garantiza la solidez de la esperanza? Veamos. He aquí la fila de los sabios, poetas, predicadores, filósofos, políticos, científicos que en el mundo han sido, de todos los lugares y todos los tiempos. Preguntemos a cada uno: ¿Quién me da un grano de esperanza? Nadie responde. Todos han muerto. Sólo hay uno que puede levantar el dedo: «Quien crea en mí, aunque muera, vivirá. Yo soy la resurrección y la vida». Y su sentencia -¡menuda promesa!- se tiene en pie, porque hay vendas abandonadas en su sepulcro, porque sus manos, pies y costado muestran restañadas las heridas, porque la fuerza de su Espíritu circula por las venas de la humanidad.
Alguien puede objetar: «Ya estamos de nuevo con el Nazareno. ¿Es que no hay otra alternativa»? Y uno, que no quiere atosigar a nadie, simplemente responde: «Busque».
Cuando el otoño invita a la reflexión, cuando noviembre nos trae la nostalgia de los que se nos fueron, cuando pensamos y hablamos de algo tan importante, -¿Quién conoce algo que le supere?- no pongamos, en exclusiva, la atención en lo menor: en las flores y en las luces, en el Tenorio y en las castañas, en los recuerdos y en los suspiros. Abramos la mente al gran pensamiento y proyectemos en clave de esperanza. Es decir, en clave de amor por vivir y de alegría por esperar.
Descansemos, de antemano, en el regazo de la vida que permanece, que se hace eterna. Los ríos no pierden su caudal cuando van a dar al mar. Lo ensanchan hasta el infinito. Ya está abierta, para siempre, la puerta que da al país de la vida.
[En la foto: El autor del artículo junto con el también Canónigo del Sacro-Monte,
D. David Cuerva Expósito, en el Cementerio Canonical, 02/11/2012]