Acabas de entrar por la puerta que da a la muerte,
estirando hasta el último hilo la vida:
los ojos caídos, la boca entreabierta,
la cabeza inclinada en la almohada del hombro.
Cuando aún el eco remite tu aliento postrero:
«A tus manos, Padre, encomiendo mi alma»,
te has derrumbado en el sueño del propio cansancio,
como el náufrago que llega exhausto a la playa.
Te quedaste sin fuerzas tras el grito rebelde:
«Padre, ¿por qué?». Como luchan dos fieras,
el amor y el dolor en tu alma de hombre lucharon.
¡Descansa ya, ¡buen Jesús!, sin razón mal tratado!
¿Es lo mismo, Cristo dormido, morir que soñar?
¿Es lo mismo, Cristo muerto, dormir que morirse?
Así me dormía, cuando niño, el amor de mi madre;
hoy de mayor, la cabeza se inclina a tu pecho.
No es posible encontrar la salida al misterio
sin auscultar la expresión de tu rostro,
sin conocer lo que oculta tu cabeza inclinada.
Desvélame, ¡Oh Cristo!, qué futuro nos viene.
II. TU ESPALDA
Para mirarte de frente está tu cuerpo tallado:
tu pecho, tu vientre, tus pies y tus manos.
No cuenta la espalda a los ojos del pueblo,
cuando vas entre hogueras camino adelante.
Y es bella tu espalda en esta viva madera;
es fiel testigo del peso que has soportado,
es un acto de amor del artista creyente,
que cinceló huesecillos y sangre manando.
Acaricio tu espalda, ¡Cristo desconsolado!,
pedestal de la cruz redentora y gloriosa,
muladar que recoge los delitos humanos,
consuelo que abate pecados, miedos y llantos.
En tus hombros florece la esperanza del mundo
y amanece la oscuridad que encadena la noche.
Nuestra carga se hace ligera y el yugo suave,
y la cruz es amable apoyada en tu espalda.
III. TUS CUATRO CLAVOS
Cosido con clavos al leño, reinas en alto.
Siempre te vimos asido por tres ataduras,
y hoy contemplamos tus pies con doble grillete,
doble camino de espanto ahondado en tu piel.
Cuatro surcos hendió el hierro en tu carne, cuatro;
que siempre son pocos los golpes de saña y martillo,
cuando gritan en vano los hombres aherrojados
soñando en banderas de amor que les den libertad.
Me consuela pensar, oh Cristo de cuatro clavos,
que libre un pie y otro pie, reposarlos pudiste
sobre el muñón del árbol que hacía de trono,
descanso y alivio para el alud de tu cuerpo.
Un cepo más, añadido a tus pies, te retiene.
¡Qué pretensión más inútil! Tu esclavitud
tiene nombre de amor libremente entregado,
como oveja que va al matadero en silencio.
¡Cristo consolador, cuatro veces clavado!
Toma amor para el clavo de la mano derecha,
vendas para la herida de la mano izquierda,
y el corazón tapone las brechas de tus pies.
IV. TU CUERPO ENTERO
La mirada se extiende por todo tu cuerpo
y contempla un paisaje de recia mansedumbre.
No hay que encrespe el mar de tu entrega.
Serenamente has muerto, ¡Cristo!, serenamente.
Vengo de un campo de guerras, gritos y envidias,
y me sale al encuentro tu cuerpo ofrecido,
en reposo, como si nada hubiera pasado,
como vuelve el soldado de ganar la batalla.
Si entorno los ojos, me pareces dormido:
gesto apacible, quietud contagiante, paz.
Los abro, y certifica el esqueleto tu muerte:
caminillos de sangre y blancura violeta.
No acierto a entender la verdad de tu cuerpo:
si eres figura de hombre tan alto y tan fuerte
que la muerte en huída te declaró campeón,
o figura humanada de Dios que se dejara vencer.
Renuncio a buscar claridad, y en Ti me abandono.
Me abrazo a tu cuerpo y siento mis huesos arder.
Presiento resurrección de los vivos y muertos.
¡Oh feliz redención! ¡Oh armonía de hombres y cosas!