ANDRÉS MANJÓN y MANJÓN
Sargentes de la Lora (Burgos), 30/11/1846
† Granada, 10/07/1923
Entrando ya en el siglo XIX, nos encontramos con figuras tan señeras como la de Manjón. En los primeros días de 1886 llegó a la Abadía este catedrático de derecho canónico en la Universidad granadina. Obtuvo la canonjía antes de ser ordenado sacerdote, caso no habitual. Tenía cuarenta años. Desde hacía seis vivía en Granada.
Antes de convertirse en fundador, anduvo y desanduvo durante tres años el camino del Sacro Monte, a lomos de su burra Paloma por Puente Quebrada, la vereda de Enmedio, las Siete Cuestas, con lluvias y soles, viendo la ignorancia y la pobreza del barrio, oliendo su desaseo y oyendo las voces del Camino. Un día pudo distinguir entre todas una: la de la Maestra Migas, que provocó el milagro de las escuelas en 1889. Leer más
ABC en Granada
OLOR DE SANTIDAD
Un amoroso sentimiento de dolor ha estremecido, al conocer su muerte, el alma de la ciudad, saturándola de tristeza y amargura; todos los granadinos, sin excepción, acompañaron el cadáver al sepulcro, unánimes en la creencia de su santidad. Las gentes se atropellaban al pasar el féretro para besar sus vestiduras y recoger, por el contacto de cruces y escapularios con el muerto, el divino aroma de beatitud que de su cuerpo incorrupto se desprendía.
Nunca se vió más grande, espontánea, fervorosa y sincera manifestación de duelo: Granada ha comprendido que, al morir Manjón, pierde algo esencial de la vida, un elemento insustituible para la cultura de sus pobres, consuelo de desvalidos, padre de huérfanos, estímulo de caridad; una antorcha que iluminaba la conciencia colectiva con los celestes resplandores de la virtud.
La obra social que D. Andrés ha realizado es inmensa; medio siglo próximamente encendiendo en los tiernos corazones de la niñez el fuego de la fraternidad humana y en sus inteligencias la luz de la cultura; un ejemplo constante y pasmoso de lo que pueden el trabajo y la voluntad; una demostración irrefutable de que es posible vivir gloriosamente, procurando el bien común, despojándose de egoísmos y ambiciones mezquinas que destruyen la solidaridad humana.
Y la angustia, el luctuoso pesar que su muerte ha causado, demuestra que no es, como dicen los escépticos, labor infecunda la de sembrar beneficios; que la gratitud florece espléndida en el corazón de las multitudes cuando el bien se les hace sin condiciones onerosas, de una manera sinceramente altruista, como lo ha hecho el padre Manjón que, sin pretenderlo, sencillamente dejando fluir los manantiales de su bondad, seguramente gozando del placer inefable que produce en las almas templadas por la virtud el ejercicio de la caridad, ha glorificado su nombre y se ha hecho merecedor de que la Historia lo escriba con letras de oro en sus páginas inmortales y la Iglesia lo santifique.
Un hombre del siglo, de preclaro entendimiento, de brillante carrera, de espléndido porvenir social, que ahoga todo germen de ambición y consagra su vida, sin reservas ni distingos de ninguna clase, al bien ajeno, rechazando cuantos honores y recompensas se le brindan, viviendo modestamente, pobremente, y sin otro anhelo que el de educar, vestir y alimentar a los niños pobres desamparados; un hombre que realiza esta humanitaria y piadosa labor cuarenta años, día tras día, sin desmayar ni desalentarse un momento, que se humilla y pide limosna, rehuyendo los honores, comodidades y placeres mundanos; que sacrifica, en fin, su existencia en aras de un ideal sublime y piadoso, y que redunda en provecho de la sociedad y prestigio de la religión; un hombre que acepta estoicamente para sí la esclavitud del trabajo y el sufrimiento sin otro móvil que el de liberar al prójimo del yugo de la miseria y de la ignorancia, es sin duda un santo, y en los altares se veneran muchos que no hicieron cosas más trascendentales, en mérito y virtud, que las que ha hecho D. Andrés Manjón.
El pueblo granadino, que lo sabe, que ve de cerca su obra, que recibió el beneficio rocío de su santidad y cegó con los resplandores de su virtud, quiere que Roma instruya, como y cuando proceda, expediente para su canonización.
Y podemos creer que en esta, como en otras ocasiones, la voz del pueblo es la de Dios.